domingo, 13 de noviembre de 2011

VIENA, LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL IMPERIO


Klaus Werger acaba de atravesar la calle y ya se encamina hacia la Plaza de los Héroes, frente al Palacio Imperial. Da un pequeño salto atlético para subir el escalón de la acera. Sonríe. Ninguno de los transeúntes que a esta hora pasean por la zona podría interpretar cuál es la razón de su risa. ¿Una broma privada? Tal vez. Entremos pues en la cabeza de Klaus para desvelar este misterio.
¿Están cómodos? Sí, como si estuvieran en una acogedora sala de cine, porque de eso se trata. Incluso hay un vago olor a ambientador de musgo que no logra ocultar el de este sitio cerrado, con manchas de grasa en el respaldo de los asientos y sudores antiguos de espectadores que ya no existen. Ante nuestros ojos pasan imágenes filmadas de un personaje vestido de militar pomposo y rimbombante: guerrera blanca, la característica banda roja, el casco con plumas, la barba con enormes patillas ya encanecidas y los ojos azules y amuñecados. Cualquier vienés identificaría al emperador Francisco José como el personaje que aparece en estos fotogramas de documental y cuya figura atraviesa ahora la pantalla –en realidad el interior de la cabeza de Klaus Werger- y, ale-hop, salta, con ese brinco característico del emperador, conocido en todas las cortes europeas, gesto que enorgullece a los vieneses porque es toda una marca de raza, un retrato de la patria. Ale-hop y el salto elástico, viril, agilísimo del emperador que le da una impronta juvenil con ese leve movimiento que agita las plumas del casco. Ese salto imitado por los fanfarrones de la corte, por los funcionarios del imperio que creen pertenecer a una casta superior, la de los responsables de esta inmensa maquinaria austrohúngara.



Klaus Werger se ríe, efectivamente, del saltito del emperador. No es que tenga nada contra Francisco José, sólo es que no puede evitar la risa. ¿Ustedes han visto cuántos años tiene este hombre? Klaus tiene razón, aunque al burlarse del pobre anciano alimenta las historias jocosas que corren por todo el imperio y, lo que es peor, por las potencias extranjeras. Hay quien bromea diciendo que cualquier día el emperador se caerá y se romperá en mil pedazos y que será imposible recontruir su cadáver y cumplir con la tradición: enterrar las vísceras en la catedral de San Esteban, el corazón en la cripta de los Agustinos y el cuerpo en los Capuchinos. No, no debería hacer acrobacias a su edad. Es cierto que está ridículo. Parece que anduviera por calles de otro siglo.




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